lunes, 15 de febrero de 2016

Ficciones y realidades

Una reflexión breve al hilo de la actualidad. En el diario El Mundo de hoy aparece un extenso reportaje sobre la "guerra" de la prescripción enfermera, titulado Médicos y enfermeros en pie de guerra por la receta de medicamentos. En el texto, un concienzudo trabajo de la periodista Clara Marín (@claramarin_), el Vicepresidente de la Organización Médica Colegial (OMC), Serafín Romero, dice (el énfasis corresponde a la autora):

"Nos toca defender nuestro espacio competencial, porque al final sale perjudicado el ciudadano, y si lo que queremos es prescribir [en referencia a los enfermeros], los médicos vamos a estar en contra", dice. "Los médicos le tenemos mucho respeto al uso del medicamento, estamos hablando de algo muy serio", añade.
"No podemos crear una competencia nueva a una profesión", señala este médico, que subraya constantemente que "en ningún momento se está poniendo en duda la profesionalidad y la competencia de nuestros excelentes compañeros de Enfermería", pero que sí se pregunta "por qué hay que prescribir un medicamento si se tiene todo un campo en el ámbito de los cuidados". 

Quiero decir en primer lugar que me parece loable que el doctor Romero utilice la denominación "prescripción enfermera", en lugar de los usuales eufemismos, porque efectivamente el debate de fondo va de esto: de que las enfermeras puedan o no prescribir y, en su caso, recetar medicamentos y efectos o productos sanitarios. Es decir, de que una competencia que hasta hace un suspiro pertenecía (quédense con la cursiva) exclusivamente a los médicos, y que ahora comparten dentro de su selecto club con odontólogos y podólogos, pueda pertenecer también a las enfermeras. Con las condiciones, especificaciones, limitaciones y otros -iones que correspondan, ya que al parecer no vale decir, como en se hizo en los otros dos casos, "en el ámbito de sus competencias respectivas".

[Permítaseme una pequeña digresión: cuando desde la enfermería se formulan quejas sobre la discriminación o trato inequitativo con respecto a estas dos nuevas profesiones prescriptoras, se olvidan de dos hechos diferenciales importantes: (a) que las enfermeras, a diferencia de odontólogos (bocas) y podólogos (pies), no limitan su práctica profesional a una parte concreta y bien delimitada del cuerpo humano, lo cual hace mucho más difícil regular y concretar de manera práctica lo que constituyen sus "competencias respectivas" a la hora de prescribir medicamentos; (b) que mientras la inmensa mayoría de odontólogos y podólogos ejercen su profesión en sus consultas privadas o pequeños consultorios, es decir, de manera bastante independiente, la inmensa mayoría de las enfermeras lo hacen como asalariadas en grandes organizaciones, es decir, de manera dependiente.]


El debate sobre los "ámbitos competenciales" (diagnosticador, prescriptor...) es tan viejo como truculento; algún día, con más tiempo, reproduciré algunas de las boutades que desde la bancada médica se han prodigado en los últimos 10 años, desde que en 2006 el grupo de CiU en el Congreso introduce en el debate de la ley del medicamento la posibilidad de que las enfermeras prescriban (porque entonces se hablaba con naturalidad de "prescripción enfermera": lo de "indicación, uso y autorización de dispensación" aparece el el renacido debate de 2009).

Establecer el debate en los términos usuales, "estas son mis competencias y me las quieren arrebatar", supone haber desarrollado una pésima aproximación a la realidad sociológica y política, una visión distorsionada (e interesada) según la cual las profesiones cuya materia prima es tan sensible como pueden ser la salud o la justicia tienen ciertos derechos de propiedad sobre aquellas competencias profesionales que forman parte de los complejos mecanismos sociales, económicos y políticos que garantizan tan importantes derechos, de base constitucional (en España). Sin embargo, justicia y protección a la salud son cosas demasiado importantes (y costosas) como para dejarlas en manos de los profesionales, menos aún de las estructuras burocratizadas que sustentan y transmiten esa ideología (porque no otra cosa es) elitista y supremacista. Algo tendrá que decir la sociedad al respecto...

Por utilizar un símil que creo haber usado anteriormente, no existe derecho de propiedad sobre una competencia profesional determinada, si acaso una cesión de uso, concesión administrativa o contrato de arrendamiento. Y no hay nada más pretencioso que un inquilino que se las da de propietario. Si la sociedad, a través de los reguladores políticos, entiende que le es más rentable, seguro, eficiente, conveniente... compartir el derecho de uso de la propiedad común con nuevos inquilinos, no solo está en su derecho sino que haría muy mal en no hacerlo para respetar unas convenciones legalistas basadas en la tradición y no en la racionalidad.

Los médicos, como cualquier otra profesión, están en su perfecto derecho de reclamar la exclusividad en ciertas competencias o procedimientos, pero solo están legitimados democrácticamente para ello si formulan su reclamación en base a razonamientos o motivos con una sólida base científica: demostrando que de esta exclusividad se derivan beneficios para la sociedad; beneficios que se aminorarían o pondrían en riesgo si el regulador optara por autorizar su realización a otros profesionales; sin que ninguna utilidad nueva pudiera resultar de dicha concesión y sí riesgos contrastados. Y ello supone aportar pruebas o evidencias y no solo, como de costumbre, lanzar proclamas retóricas o dictar titulares intoxicadores.

Aunque no es este el sitio más adecuado para abundar en el tema, y no lo haré aunque no sería honesto no hacer breve mención a algo que es muy relevante en el presente debate, no es precisamente en el ámbito de la indicación, prescripción y uso de fármacos donde algunos de los principios fundamentales de la práctica médica se encuentran más plenamente realizados. Sabemos que existen problemas relevantes y de carácter estructural que afectan a la calidad, seguridad y racionalidad de la praxis prescriptora, excesivamente mediatizada por culturas internas e influencias externas, lo cual recomendaría en mi modesta opinión no tratar de ponerse medallas, más bien mostrar disponibilidad para arremangarse con humildad y trabajar en serio  –como afirma Romero– para poner orden en la propia casa en vez de criticar el desorden (por demostrar) en la ajena.

El tema es más sencillo: aquellas organizaciones médicas que entiendan que les "toca defender el espacio competencial" no por una mera defensa de pretendidos derechos de propiedad, sino por la constatación de que "al final sale perjudicado el ciudadano", deberán demostrar fehacientemente que la pretensión de muchas enfermeras españolas, que no es jugar a los médicos, sólo que la legislación les permita aplicar los conocimientos de su propia disciplina a la resolución de los problemas de salud de sus pacientes, es objetivamente perjudicial en términos sociales y/o sanitarios. Y para ello, como no creo que sea un farol, quiero pensar que disponen de estudios longitudinales (qué pasó antes y después en los países donde se autorizaron diferentes capacidades prescriptoras a las enfermeras y cómo, exacta y detalladamente, "salieron perjudicados" sus ciudadanos) y transversales (en qué han salido perjudicados los ciudadanos de dichos países con respecto a los que, como el nuestro, aún no han dado el paso) que demuestran taxativamente estos graves riesgos para la población.

El resto es demagogia y no aporta nada al debate. En el caso, naturalmente, de que se admita que conviene abrir un debate serio y honesto entre adultos, algo de lo que hasta el momento se ha huido como de la peste.

Cierto que debatir con la actual representación corporativa de la Enfermería española es como hacerlo con el mulo de la noria, más atento a dar coces a quien se acerca que a adaptar su recorrido a las nuevas necesidades. Pero, créame, doctor Romero: existe vida enfermera inteligente con la que debatir y asociarse estratégicamente, con discursos basados antes en lo que une que en lo que separa, en beneficio de los ciudadanos y del Sistema Nacional de Salud (y, ya de paso, de una gran mayoría de médicos y enfermeras a quienes les importa más realizar su trabajo desde una mentalidad cooperativa, en beneficio de los pacientes y de su propio crecimiento profesional, que andar dándose patadas por debajo de la mesa en defensa de rancios principios u oscuros intereses).

Lo que subyace a todo este dislate es un problema de fingimiento: fingir que aceptamos que la enfermería es una profesión facultativa independiente, con una práctica clínica autónoma, pero negarnos a producir una regulación congruente con este principio: simplemente transponiendo una directiva comunitaria (2013/55/UE), algo que estábamos obligados a hacer antes del pasado 18 de enero, que defiende sin ambages la capacidad diagnosticadora de la enfermería; y dado que el Tribunal Supremo (en una sentencia, por cierto, en la que se desestimaron las pretensiones de la OMC, pero que ahora se nos presenta como si las hubieran estimado) reconoce que prescribe quien diagnostica... ¿seguiremos fingiendo?


Le guste o no a quien sea (y hay muchas enfermeras/os, no solo médicos, entre quienes no), determinados “cuidados” de enfermería comportan inevitablemente (“intrínsecamente”, diríamos) utilizar productos sanitarios y determinados medicamentos, tanto sujetos como no sujetos a receta médica, algo para lo cual se ha formado a las enfermeras en las facultades, al menos no peor que a otros profesionales prescriptores. Esto es así lo diga Agamenón o su porquero. Por tanto, si las enfermeras no pueden utilizarlos o indicarlos de manera autónoma, dejemos por una vez de fingir: lo procedente sería que pasaran a ser definidos como “cuidados médicos” (o “de medicina”, por seguir la lógica gramatical de “de enfermería”) y fueran por tanto prestados exclusivamente por médicos. Eso sí que sería una "guerra competencial"... como Dios manda, no esta suerte de noria a la que estamos todos enganchados.


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